30 de julio de 2014

Crónica del Hellfest 2014 - Día 3, Clisson (Francia), 20, 21 y 22 de junio


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El madrugón esta vez fue en honor a Blue Pills, un grupo cuya escucha recuerda a pasajes de canciones de blues rock de los setenta, a la par que revela un tinte distinto y actual, quizá debido a la mezcla de influencias perfilada con la voz de soul de la cantante Elin Larsson. Y es esta voz, para muchos, lo más atractivo de esta jovencísima agrupación americana; en directo fue lo que más llamó la atención desde el primer tema, “High Class Woman”.

Por supuesto, no quiere decir esto que el resto del conjunto musical sea subsidiario; el guitarrista Dorian Sorriaux destacaba con sus contrastes, entre riffs que rozaban el hard rock más contundente y delicados rasgueos de acordes sincopados que se acercaban más a un rock psicodélico, y el bajo y la batería eran uno en su línea rítmica. El resultado: un sonido excepcionalmente claro y definido, digno del mainstage en el que actuaron. El concierto fue corto, y psicológicamente más aún, con la agradable y potente voz de Larsson acompañándonos minuto a minuto hasta la última canción, que fue “Little Sun”. ¡Chapeau!

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Los tejanos Scorpion Child eran los siguientes en la lista: también en el mainstage, también un estilo setentero, pero con un deje más agresivo, dado tanto por un vigor mayor en lo que instrumentalmente se refiere, como por la rasgada y aguda voz de Aryn Jonathan Black. Al igual que los anteriores, Scorpion Child es un grupo muy reciente, y realmente impresiona pensar cómo una agrupación tan joven, con tan solo un disco homónimo como credencial, puede llegar a tocar en un festival de la talla del Hellfest, y además en el escenario principal. Pero no es para menos, y es que su directo desprende energía y musicalidad a radiales. Interpretaron sus temas más conocidos, dentro de lo poco que han sacado, que son “Kings Highway”, “Liquor”, “The Secret Spot” y “Polygon of Eyes” (que dejaron para la última), entre otras, aunque me faltó alguna que otra canción, como la genial “In the Arms of Ecstasy”. Como en el concierto anterior, el sonido fue limpísimo, y los que no conocían a esta magnífica banda de hard rock/stoner tuvieron la oportunidad de escuchar los temas como si los estuviese reproduciendo en el home cinema de su casa.

Por tercera vez consecutiva veíamos en el mainstage un grupo americano, solo que ahora se iba a poner más duro el contexto, ya que le tocaba el turno a Crowbar, los míticos metaleros de Luisiana. Y es que esta banda es considerada la responsable, junto con Melvins, Eyehategod y Acid Bath, de la fundación de eso que llamamos “sludge” metal. Comenzaron con “Conquering”, un tema con un gran empuje y que conforma una opción enérgica para abrir un concierto, debido a sus acusados tintes hardcoretas. El público, achicharrado bajo el sol de mediodía que pegaba fuerte a esa hora, no dio muchas muestras de actividad, y no fue hasta pasados unos cuantos conciertos más cuando se empezó a avivar y a movilizarse más. A pesar de este factor, Crowbar logró posicionarse en lo alto con un directo cuya violencia se fusionó con esa carga de groove paquidérmico que tanto caracteriza a este grupo. Remataron con “Planets Collide”, probablemente su canción más conocida, a juzgar por la participación de un gran número de los espectadores en los coros del estribillo; aquí Kirk Windstein se dejó la voz en unos desgarrados e impresionantes gritos que nos dejaron la piel de gallina (y a él la piel facial roja cual tomate). Un directo con mucho sentimiento, sin duda.

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Después de comer (atendiendo al horario español) actuó Seether, un grupo de metal alternativo/post-grunge liderado por el cantante y guitarrista rítmico Shaun Morgan. Salieron a escena, y lo primero que captó mi atención fueron las pintas de los componentes, tan dispares entre sí: el bajista llevaba el pelo largo con los lados rapados y una vestimenta más punk que otra cosa, Morgan llevaba un flequillo que le cubría toda la cara y contra el cual tenía que hacer tremendos esfuerzos con el cuello para que no le tapase el micrófono, y el guitarrista y el baterista, con sus pelos largos y su raya en medio, tenían aspecto de metaleros clásicos (el segundo hasta llevaba una camiseta de Iron Maiden). El sonido de la banda adoleció un poco en lo que a la voz se refiere;  le faltaba potencia. Además, en ciertas canciones, como “Needles” o “Gasoline”, bajaron considerablemente su tempo original, y repitieron ciertos compases más de la cuenta, cosa que a mí en particular no me gustó -aunque para gustos, colores. Su último single, “Words as Weapons”, también sonó flojo, también por culpa de la voz, pero esta vez debido a que en el estudio grabaron más líneas de voces de las que podían ejecutar físicamente en directo, y en esta banda en concreto, la voz es uno de los elementos más significativos. Pero no todo fue tan mediocre: hubo temas como “Country Song” (de un notable aire sureño), “Fake it” o “Remedy” (con la cual pusieron punto y final al show) que sonaron muy bien, aunque, en conjunto, he de decir que me decepcionaron bastante.

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Por vez primera en este último día pisábamos el Valley (algo ciertamente raro si echamos un vistazo atrás a nuestro historial de escenarios), y en esta ocasión era para ver a Black Tusk, un grupo del cual apenas había escuchado ningún material, pero que prometía bastante. Estos georgianos autodefinen su estilo musical como “metal pantanoso”, y mezclan elementos del sludge y el stoner metal en una fusión de ambientación oscura y sucia, con una capacidad de intensidad y salvajismo dignos de mención (quizá heredado de cierta influencia del hardcore/punk). Sus riffs son extremadamente pesados e impactantes, cimentados por una sólida base de bajo y batería bien complementada. Los escasos solos cuentan con un toque bluesero, dado por la escala pentatónica, tan afín a este estilo, y la voz, mayormente gritada (aunque a veces algo entonada), contribuye al matiz agresivo y violento de esta agrupación. En directo dispusieron de un sonido bastante óptimo, aunque algo difuso, lo que, de todas maneras, no disipó la magia de Black Tusk sino que la secundó en ese vórtice de metal desértico y pegajoso. Canciones como “Iron Giants”, “Unchanged” o “The Crash” causaron una agradable colisión contra nuestros oídos: todo un conciertazo, y es que no cabía esperar otra cosa de una banda tan estrechamente emparentada con otros grupazos como Baroness o Kylesa.

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Una hora después volvíamos al mainstage para presenciar el concierto de Annihilator. Esta legendaria banda de thrash metal siempre ha incorporado elementos -digamos- progresivos que sobrepasan las bases musicales del estilo del que partieron allá en los 80, acercándose cada vez más hacia algo que podríamos definir (aunque difícilmente) como una mezcolanza sin precedentes de géneros como el speed metal, el metal progresivo y el groove, sin abandonar nunca del todo su fundamentación thrasher. Vamos que hablamos de un grupo muy peculiar, con un sonido, diríase ordinariamente, muy suyo. Y en directo se encargan de clavarlo. Para empezar, el clásico guitarrista y vocalista Jeff Waters sigue dando una cera impresionante en directo; parece que los años no hacen mella en él. Sus imaginativos solos siempre toman un papel muy creativo e intuitivo en las canciones, de manera que el oído los recoge de la manera más natural y gozosa; su voz, rasgada y vigorosa, se complementa perfectamente con los registros limpiamente melódicos de Dave Padden, tanto como sus peinados en cresta. De su último disco, Feast, sacado el año pasado con muy buenas críticas, interpretaron “Smear Campaign” y “No Way Out” solamente, y dedicaron la mayoría del setlist a canciones de sus primeros trabajos, de las cuales las que más reacción desencadenaron en el público (en el cual se desató un buen número de pogos, a expensas del asfixiante polvo que levantaron) fueron las de su álbum debut Alice in Hell: “Alison Hell” (que demostró seguir siendo la más conocida) y “Human Insecticide”, con la que cerraron el concierto.

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El siguiente en el programa fue otro de los grandes pilares del thrash, cuyo origen se remonta a 1981, y cuyo reconocimiento, mermado por su escasa y ampliamente interrumpida actividad musical, quizá no les haga toda la justicia que se merecen; me refiero a Dark Angel, cuyo disco Darkness Descends para muchos se sitúa, junto con otros como el Reign in Blood o Kill 'em all, en la estantería de las grandes reliquias del thrash ochentero. Comenzaron, en efecto, con el single homónimo del mencionado álbum; ya desde el principio el bombo del insigne baterista Gene Hoglan (conocido por su colaboración en grupos como Death, Testament, Strapping Young Lad, Dethklok, y un larguísimo etc.) atronaba con una exactitud y virtuosismo que hacía honor a su popular mote, el Reloj Atómico. Los guitarristas y el bajista corrían con facilidad por el mástil mientras tocaban los riffs que han inspirado a tantas generaciones de thrashers, y el único punto débil que pudo señalarse con vehemencia (además del sonido en general, un tanto guarro) fue la voz: al cantante Ron Rinehart le han perjudicado los años a su voz tanto como el sobrepeso a su esbelta figura de antaño, y, aunque se agradecía verle como un miembro intocable de la formación original, su voz ha perdido mucho desde los ochenta, y a medida que el concierto fue avanzando y él desgañitándose por mantener el ritmo de sus enérgicos compañeros, sus gritos fueron perdiendo en duración e intensidad -una verdadera pena. Terminaron con “Merciless Death” y “Perish in Flames”, con una exaltada ovación por parte del público.

Volvimos al Valley para ver actuar a Dozer, una banda de stoner sueca cuya entrada a la música se remonta al año 1998 con el split EP que sacaron junto con los célebres Unida, grupo con el que en esta ocasión compartían escenario. El concierto fue un tanto soso en cuanto a movimiento, pues los músicos apenas se movían de su posición; por lo tanto, la empatía fue algo dejado por entero en manos de la música en sí, y, si bien a esas horas no había demasiada gente en esta carpa, la que había se notaba que estaba disfrutando. Y no era para menos, porque canciones como “Feelgood Formula”, “The Hills Have Eyes” o “Rising” (que dejaron para la última) cuentan con ese aire desértico, sureño y psicodélico que enamora a la primera escucha. El sonido, por desgracia, fue regular, suficiente para identificar los temas, pero no como para poder atender a un instrumento en particular o advertir determinados detalles que pudieran interesar al espectador. Con todo y con eso, el directo fue entretenido, y Dozer se ganó al público honradamente, con un redondo y envolvente ejercicio musical que no dejó indiferente a ninguno de los presentes.

Otra vez en el mainstage le tocaba el turno a Soundgarden, el conocido grupo pionero del grunge, aunque es más sensato clasificarles como rock, si acaso como rock alternativo, debido a la gran cantidad de influencias y de estilos que se mascan en su música. Liderándolo, como cantante y en ocasiones también como guitarrista, se encuentra Chris Cornell, el famoso cantante cuyo talento ha compartido en otras bandas con considerable renombre como Alice In Chains, Audioslave o Temple Of The Dog. El concierto contó con un sonido inmejorable, hecho destacado ya desde el primer tema “Searching with my Good Eye Closed”, de tempo lento y agradable, que se integró perfectamente dentro del ambiente de drogadicción que comenzaba a tangirse dentro del recinto. Cornell hizo un trabajo estupendo a la voz, modulándola y rasgándola a su gusto mientras surcaba su registro a través de diferentes escalas. Quizá faltó cierta empatía para con el público, como algún discurso de acercamiento o algo por el estilo; eso sí, musicalmente fueron imbatibles. Canción tras canción se fueron superando, llegando a lo que para mí fue la cúspide de la atmósfera psicotrópica con las disonancias y los chillidos de “Jesus Christ Pose”, sacada de su segundo disco Badmotorfinger. Concluyeron con la tenebrosa “Beyond the Wheel”, dejando al público en un estado extasiado y ufano.

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Por última vez pisaríamos la tierra del Valley para ver a Spirit Caravan, el power trío de stoner de Maryland, en un punto de la noche en el que todo aquel que se encontraba bajo la carpa de este escenario estaba rozando el “amarillo”. En este vicioso clima tan narcotizado, Spirit Caravan consiguieron categorizarse como uno de los mejores grupos de stoner de todo el festival, con una calidad de sonido excelente (había un gran equilibrio entre los efectos de guitarra y voz destinados a dilatar y expandir la resonancia, y la sequedad y crudeza de los graves utilizados para la construcción de esa atmósfera áspera e insana) y una capacidad de ejecución excelente. Es imperiosa la necesidad de realizar una especial mención a la actuación del guitarrista y cantante Scott Weinrich, cuyas melodías vocales se filtraban perfectamente a través de la densidad de sonido de la banda, y cuyos dedos volaban (tenía una gran agilidad con el legato para la pentatónica, edificando sensaciones sonoras positivamente apabullantes). Mis temas favoritos fueron “Dreamwheel”, “Healing Tongue”, “Black Flower” y “Cosmic Artifact”. Un grupo de alto rango y mucha presencia encima las tablas.

Se acercaba el final del festival, pero qué mejor que despedirlo con Black Sabbath, el legendario grupo inglés considerado como uno de los fundadores indiscutibles del heavy metal. Tras unos sonidos perturbadores y unas imágenes rápidamente secuenciadas por la gran pantalla que se hallaba al final y a un lado del mainstage, Ozzy Osbourne, Tony Lommi y Geezer Butler entraron a escena al son de los lentos acordes con los que empieza “War Pigs”. Al fondo, en la batería, se hallaba sentado Tommy Clufetos, que también es baterista del grupo solitario de Ozzy y cuya maestría se deja deducir de su amplio historial en colaboración con Ted Nugent, Rob Zombie, John 5, etc. En este primer tema, y durante el siguiente –“Into the Void”-, Ozzy adoleció de ciertas desentonaciones, menos acusadas de las que yo en particular me temía a raíz de su avanzada edad; sin embargo, entrado ya en calor y tras dos o tres canciones, Ozzy dejo atrás la desafinación para llevar a cabo una interpretación notable, incluyendo sus peculiares botes y frases enajenadas (sus típicos “I'm crazy, I'm crazy” seguidos de risotadas de chiflado) que suelta para animar la función. Por tanto, ya en “Snowblind” o “Black Sabbath”, que cayeron a continuación, realizó un trabajo admirable en relación a conciertos anteriores y a su acusada vejez. A partir de entonces todo fue sobre ruedas, y el sonido se mantuvo en una calidad sublime. Por su parte, Butler se marcó un solo de bajo muy bien colocado, pautado por la utilización del pedal de wah. Poco después le tocó a Clufetos: tras la canción “Rat Salad” realizó un solo de batería espectacular, demostrando el nivel que hay que tener para que un grupo como Black Sabbath te reclute. El setlist estuvo plagado de las canciones más conocidas, aunque también hubo lugar para un par de temas de su último disco, 13 (el cual sacaron después de haberse pasado unos tres lustros sin sacar ningún álbum), que fueron “Age of Reason” y “God is Dead”. Fueron “Iron Man”, “Children of the Grave” y, por último, “Paranoid”, las que se dejaron para el final, con el consecuente furor que desencadenaron en el público. Épico.



Texto y fotos: Rafael Aritmendi López

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